martes, 30 de junio de 2009

UN PASEO AL MUSEO DE BELLAS ARTES

¡Cuánto le gustaba Nicolás! Este chico tenía todo. Era lindo, con la lindura que a las chicas gustaba. Alto, atlético, espaldas anchas, rubio de ojos azules, los dientes caracoleando en la eterna sonrisa, siempre de jeans impecables. ¡Cómo no iba a gustarle a ella! Si todas se morían por él.
En los recreos se juntaban y cuchicheaban espiándolo de soslayo y con risitas cómplices.
Ella no se juntaba con el grupo admirador. Se mantenía apartada, no fuera cosa que se notara su mirada, aunque desesperaba por hacerlo. Él era el más lindo de los varones. Nicolás tenía ganada la primacía en el grupo, sin hablar.
Marina se veía tan nada, con su pelo castaño que no lograba peinar, los ojos marrones que no pintaba, porque seguro le iba a quedar mal y la ropa vulgar y modesta que usaba. Ni le pasaba por la cabeza que alguna vez reparara en ella.
Cuando la profesora de Plástica propuso una visita al Museo de Bellas Artes, se anotó.
Al subir al micro, lo que hizo última, ya estaban todos en plena algarabía. Y no fue la última como creyó y su estilo lo marcaba, notó que el bullicio se debía a que detrás de ella ascendió Nicolás. Él pisó el primer escalón y las chicas y los varones ya le ofrecían el asiento de al lado. Empujones, movimientos y Nicolás impertérrito parado en el centro del pasillo. Marina se acomodó en el primero, individual.
Ya en el hall del museo sintió que un mundo nuevo aparecía ante sus ojos. En la primera sala, la colección Di Tella ( tomaba apuntes apresurada), había objetos religiosos. Pasaron a otra de estatuas de bronce, en la tercera una pintura al óleo le gustó mucho y anotó rápido su nombre, “El rapto de las Sabinas” y puso una cruz para preguntarle a la profesora a qué se refería con eso del rapto. Recorrieron la sala cuarta y quedó extasiada con un retrato de una señora Elizabeth con un lindo collar, muy hermosa y notó la diferencia con lo fea que era otra, Lisbeth, nombre que desconocía.
El guía, comunicativo, agradable, hablaba, explicaba. La atrapó y se colocó pegadita a su derecha y Nicolás se puso a la izquierda. En sus ojos no cabían las obras de arte que veía. Superaba lo pensado, lo imaginado.
Pudieron visitar hasta la sala VI, toda de arte barroco y quedó esperanzada en que volvieran porque no quedaba más tiempo para la recorrida.
¡Eran 24 salas y habían visto 6!
No cabía en sí de la emoción.
En contraste, la indiferencia y la conducta de casi todo el grupo puso mal a la profesora de Plástica y se le notó en la cara.
Marina, ya de vuelta, con las imágenes en ella que quedaron fijas viajó enfrascada en su habitual silencio.
Al bajar en la puerta de la escuela, una mano tocó su hombro al mismo tiempo alguien le decía - Marina, en casa mamá tiene un taller de pintura y obras completas en su pinacoteca ¿ no querés venir una tarde?, así charlamos un poco.
La N de Nicolás hizo piruetas en su cabecita de adolescente.

jueves, 11 de junio de 2009

LÁPIZ Y PAPEL

Se recostó contra la ventanilla del tren. Creyó en un principio que escucharía el chucu chucu de aquella única vez que había viajado por ferrocarril a Molina, en Santa Fe.
Entonces tenía 18 años y en su cabeza bailaban miles de sueños.
Ida y vuelta agradable y con ganas de verlo.
Ahora, diferente. Más grande, en un silencio agradable, acompasado como un son cubano y silencio lleno de matices que oía mientras desfilaba el paisaje. Verde empalidecido, naranja como naranjo en madurez, violetas, celestes y amarillos que se besaban en su paleta junto a sus pinceles.
No podía ni quería quitar la vista del arte que pasaba a su lado, pero se distrajo. Mínima burbuja en el espacio, allí estaban.
¡Tan lindos los dos! ¡Mellizos? Sí. Iguales. Cinco años apenas. Jugaban con sus manitas, dedo con dedo y devenía un gesto, una mirada, una carcajada.
Precisaba lápiz y papel para plasmar a esos niños, la burbuja y el sonido del silencio y la bulla de las risas.
En el bolso encontró lo que necesitaba. Rápido su mano bosquejó los rulos, el óvalo de las caritas y los labios gordezuelos. Pasó de inmediato a los brazos pequeñitos y las manos regordetas, afiebrada, sin una tacha, con temor de que se fueran.
La belleza la había conmovido a tal extremo que no notó que quedó sola en el coche.
No se equivocó.
Se incorporó en la cama de su solitaria habitaciónen la que dormía a media luz por las noches.
Con languidez miró sus manos que hacía años no dibujaban porque la parálisis no se lo permitía.