miércoles, 23 de diciembre de 2009

ELIJO

Elijo la vida a morir mediocramente
amarte a ignorarte
gozarte a padecerte sin fin.
Elijo tus ojos profundos
que horadan los míos
y tus labios
en susurros de mentiras de amor.




UN FINAL

Quisiera un final
sin miedo ni angustia.
Quisiera abrazos y ternura,
tus manos
que acariciaran mi frente
y tu aliento me ayudara
a respirar.
¡Lástima que no estás!



III

La lámpara me encandila,
sus destellos me llevan lejos.
En el final, distante,
la niña que fui juega a la rayuela,
más cerca, la que soy,
intenta detener las horas.
En medio, los juegos inocentes,
el amor sin inocencia,
las verdades, las mentiras,
los prejuicios, la maldad y la bondad.

Se va apagando la luz
y con ella mi vida.

domingo, 6 de diciembre de 2009


VIAJERO ROJO

Parva de papeles incólumes blancos a la espera en acomodo constante, alto de planillas para llenar sobre escritorios donde apenas cabían un cenicero rescatado entre trastos viejos y algún florerito de cerámica añorando la efigie de Desireé con agua traída del baño, poblaban las mesas de la oficina. Eran lápidas en hilera.


Dorys siempre llevaba una flor del jardín de la casa de Banfield. Que no era su casa, era la de él. Si por una noche no dormía allí, pasaba por la mañana a retirar el jazmín o la rosa de turno.
Dorys, chica moderna, vestía al estilo de secretaria del 40 con trajecitos habitualmente combinados con la blusa o la remera. En verano aún usaba trajecitos, de hilo o de seda.
Oscar le había regalado dejándola sorprendida, para sus perpetuas solapas, un broche, un corazón rojo de oro bordeado con chispitas de brillantes que de seguro había gastado por él unos buenos “rublos”. La alhaja cambiaba de solapa en tanto cambiara de traje. Él no era hombre de hacer regalos. Ella hacía honor a la fineza.
Las chicas y muchachos de la oficina le preguntaron en una ocasión por la repetición de su uso a lo que contestó que en su noviazgo con él era el único obsequio que recibiera. Estela quiso saber si era comprado o un recuerdo familiar de Oscar y Dardo le hizo el chiste malicioso de si heredaba de alguna antecesora.
Dorys en el momento al tema no le dio importancia pero una noche cenando en lo de Oscar le contó los comentarios que suscitaban su regalo.
Él no dio trascendencia al valor, consideró que era una alhaja común, la había visto en una joyería, le gustó y pensó en un regalo como adelanto del casamiento.


El broche rojo iba y venía a la oficina, de visita a la casa de la tía Eulalia, de los abuelos, de compras, de toda ocasión. Lució también en el conjunto blanco para la cena de fin de año. Viajaba con ella. El broche iba en colectivo, subte, ómnibus, tren, taxis, en todo lo que trasladara, por ende en el coche de Oscar y el de su padre. Era más viajado que avión de línea. Formaba parte del cuerpo de Dorys. Dorys sin el corazón rojo con chispitas de brillantes no era Dorys.

Ese verano en la playa se lo puso en el sombrero de paja italiana que tan bien le sentaba y en las fotos que llevó a la oficina se veía espléndido.
Retomó la oficina luego del veraneo y ¡Oh!, no llevaba el prendedor en su solapa.
La picuda de Estela fue la primera en darse cuenta. Primero fijó la vista en la susodicha solapa, luego clavó los ojos en los de Dorys y así en un ping pong estuvo varios segundos, pero no preguntó, con su mirada de águila en acecho estaba todo dicho. En cambio, Dardo, punzante a su estilo tiró – nena ¿el corazón se te voló de la solapa? Ella, distante, contestó que lo había olvidado. Es la primera vez que me pasa, dijo y se sentó ante los expedientes que dormían el sueño de los justos.
Por la tarde el jefe presentó a una joven con su discurso solemne de las ocasiones importantes (para él). – les presento a la señorita Mónica Benítez Larroca. Viene a asesorarnos por los últimos problemas que hemos tenido en la contabilidad. Es la contadora de mi amigo Dardo Portillo que con su gentileza nos la ha prestado. La sonrisa estúpida dibujada en su cara acaparaba la escena ridículamente. Agregó, rebuscado, les recomiendo que atiendan sus indicaciones.
La bella Mónica Benítez Larroca vestida de amarillo furioso tenía en la solapa de su traje un hermoso corazón rojo con chispitas de brillantes.
Es probable que el viajero corazón no detuviera su camino.

viernes, 4 de diciembre de 2009


LAS LINAS Y SUS AVATARES

Se conocieron en un hotelito de Constitución. Las dos habían llegado de lejos al escape de todo. Del viento, el agua, el frío, el miedo, la tristeza del hambre.
La Catalina dejó el caserío chiquito de la provincia de Buenos Aires, allá donde los árboles se doblan haciendo reverencias, chiquito como los alfileres de las camisas bien dobladas en las tiendas finas del pueblo. La Adelina bajaba del Chaco, de una casilla metida entre maderas, follaje y tierra. A las dos les había dolido la partida. A las dos el miedo al ruido les teñía de blanco el color de la tez lustrosa ya comenzada a ajarse Y ambas, solitas como la última flor del florero de los cementerios, se encontraron en la puerta del baño en común, con la toalla y el jabón en la mano. Jabón de olor. Se midieron con una sonrisa de decidirse sí o no.
Durante días no volvieron a encontrarse. Hasta cuando la Adelina notó que la otra no salía de su pieza por varios días.
La chaqueña, que la había adoptado como suya, sin haber mediado entre ellas más que los saludos, recorrió con cautela la planta baja y sin preguntas, el corredor del primer piso. Como al cuarto día la vio salir muy temprano y la apalabró en la puerta
Caminaron cuadras con un hola primero, esquivando gente, bultos, coches. De a poco se instaló un diálogo entrecortado y sentadas en la plaza fueron descubriendo lo que traían en el alma, y con sorpresa que a las dos las llamaban Lina, por Catalina y Adelina. Soltaron juntas una risa muy amplia, prometieron amistad, promesa y proyectos juntas.
De ahí en más se contaron cuanto eran ellas. Sus cortas vidas anteriores, sus penas, los dolores, las familias y el por qué de animarse a la ciudad”….Dicen que diosito atiende acá…” “…Si te va mal, volvete…” “te quiero, pero al chico dejalo con la mama…”
¿Para qué habían venido? ¿Para qué iba a ser sino para ganar plata y mandarla para allá? Allá, “donde el diablo perdía el poncho”.
La Lina, la Catalina, una noche llegó a contarle a la Lina, la Adelina, que había conocido a un gringo simpático, querendón, parecido al papi, que le conseguiría un trabajo mejor que ése de limpiar tantas horas sin descanso, sin horario, ni comida. No sabía aún dónde, pero sí que era cama adentro, con casa, comida y era gente muy considerada, cosa que a la chaqueña le dio un poco de celos.
La mañana en que se despidieron, la Catalina lo hizo contenta, con la esperanza, ésa “que nunca se pierde”, decía la abuela.
La Adelina se quedó con el renovado dolor de otra despedida y su soledad.

Aún sigue la chaqueña dale que dale, encuentra y deja casas para limpiar porque en ninguna conforma. Cuesta mucho que la acepten. Es feíta, patas cortas, aunque limpia y honesta. Pero esto parece no importar.

Ya van cinco años con esta historia de juntar la ropa en la valija y empezar en otra casa, nuevos patrones, otros dueños. No se integra o no la integran.
Hoy tiene la tarde libre, toca el timbre, le echa un vistazo al jardín con montones de flores y en la espera de que la atiendan ruega porque la tomen, así podría regar esas margaritas y esos jazmines de olor.
Lina, la Adelina, espera, se le hace larga, como el camino al pueblo al .que insiste en no volver. Se está yendo. Se abre la puerta y un hombre rubión con una valija en la mano le dice que espere, que su señora baja a atenderla pronto. ¿Viene por el aviso?
La Lina, cansada, vencida por tanto, asiente con la cabeza.
¿Sabe?, dice el hombre de la valija en mano, con el otro embarazo no estuvo tan pesada. Ya la atiende, entre.
Las Linas se unieron en un abrazo interminable, después que la Lina dejara su valija de cartón en el piso.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

CAMPANILLA SIN PERFUME

Era una campánula, un botón de campanilla en el alambrado interminable de una quinta.
Se dio cuenta que “era”, porque asomaba pequeñita entre el verdor que la rodeaba. Y el verde era verde, muy verde aunque no supiera qué era el verde.
¿Qué soy? se preguntó ¿cómo estoy aquí? Le indagó entonces con vocecita muy leve a algo muy oscuro que dormía a su lado. ¿Acabo de nacer? ¿Podrías decirme qué o quién soy?
La hoja cetrina que sesteaba con placidez gatuna, miró a la miniatura que inquiría y volviéndose a esa pequeñez le dijo – me parecés un diminuto cencerro, no distingo tu color. Tu contorno sí. Es acampanado, mejor, campanudo. A pesar de mis dudas se me ocurre que sos una flor. Preparate, serás rimbombante. - Rimbombante, dijiste, ¿qué quiere decir esa palabra?, respondió el botón. - Quise decir llamativa. Pertenecés a la familia, naciste entre nosotros. Nuestra tarea es tapar los cercos, enredadas, para que no se vea. - ¿No se vea qué? Insistió ella. – Muchas preguntas en tan poco tiempo, yo en tu lugar me escondería, acotó su vecina y agregó, ya veo aparecer tu color definitivo, ya asoma el violeta bordeando el lila que te descubre, pequeño pimpollo de campánula.
La campanilla pasó un par de días mientras crecía atemorizada, escondida entre el follaje, en su recelo de mostrarse. Su corola y sus pétalos se humedecían apenas con las gotas de rocío, tal era su afán por ocultarse.
Su parienta verde dormida in eternum le contó que una señora japonesa, japonesa por sus ojos lisos como la línea del alambrado que manos muy fuertes con ruidos filosos sesgaban muy seguido, la señora japonesa, se detuvo una mañana y observando tanto verdor y al descubrir su color exclamó, ¡hola! acá hay una campanilla de los cercados, florecen varias ipomoeas tricolor.
- ¿Te das cuenta pimpollito?, nos miran personas extrañas y nos nombran con palabras que desconocemos. La rara señora también dijo y escuché bien, continuó la verde hoja sabihonda, que las flores de nuestra familia, como vos, se llaman “de la esperanza “y llevan un mensaje a quien las toque y cuando eso ocurre saben decir “compadeceme”.
La naciente campanilla violeta alilada aprendió mucho en escaso tiempo, disimulada en medio de la enredadera.
Mas los hados le fueron nefastos. Poco tiempo tuvo de brillo y esplendor. El violeta alilado de sus ropas de fino terciopelo fue a parar a manos de la dueña de la cerca que la arrancó del tronco madre y la estrujó luego de olerla, al percibir que no tenía aroma.
La campanilla quiso decir esperanza. En su último minuto de grandiosidad pudo susurrar “compadeceme”.