Las cortinas de encaje, arcaicas, con dibujos milimétricos perfectos, pegaditas al ventanal, acariciaban con levedad la mecedora de roble de eslavonia del tiempo inmemorial de los abuelos.
Era domingo y en la mesa concurrida el tema de la edad, rutinariamente hacía su incursión en la voz desafinada de la tía Antonia, ataviada con su usual vestido violeta que los años no lograban deslucir.
La otra comensal, la tía Eugenia, a quien en el anochecer de un día gris de otoño, el acartonado novio, el único, dejó para no volver, componía con dedos retorcidos como los fideos fusiles de la fuente de porcelana inglesa, su característico rodete.
Dorita, la mucama, y Claudia, la sobrina advenediza, disimulaban la escena reiterada, en un juego de guiños cómplices que las aunaba en secreto no pactado. La muchacha al servir la mesa, cual parte del mobiliario metía algún bocadillo habitual tanto como para decir aquí estoy y aligerar la tensión instalada a diario. - ¿Le sirvo un poco más? ¿está muy salado? ¿le retiro el plato?
Antonia igualmente reanudaba el ataque con el que comenzaba esa ardua circunstancia de comer juntos. - ¿Te acordás de tus quince, Eugenia? Yo era más chica pero retengo el dobladillo desparejo de tu vestido y las arruguitas en la cintura, estabas gordita ¿no, querida? por más de tu esfuerzo, no pudiste bajar ni un kilo.
El padre comía en silencio a la espera del café y la madre jugueteaba con la servilleta, hacía origami como en sus años de profesora de Trabajo Manual que ya había dejado de ser.
Eran el domingo soporífero , la edad ...y la mecedora, a la expectativa del poder de la tía Antonia que a ésta no la dejaba ni a sol ni a sombra. ¡quién osaría quitarle la primacía! Sólo ella se sentía su dueña.
La mecedora era un hermoso mueble, con respaldo, asiento y brazos de brocato verde. El lujo de la residencia
Claudia, esa sobrina hospedada los inviernos para estudiar, no conocía si el color verde era el original o había mutado en otro matiz de verde. – Tía, ¿ la mecedora fue siempre de ese tono?. Al instante la tía Antonia respondió - hubo un cambio. ¿Recuerdan que para el compromiso de Euge con ese inimaginable personaje (ahí Eugenia empalideció y volvió a su rodete), conseguimos un similar tono de verde. Fue una fiesta hermosa, siguió la tía con su discurso, lástima que ése se fue así como vino. ¡Vaya una a saber!
Eugenia, en una rápida venganza se levantó de la silla, ráfaga y tormenta abrumada, corrió a la mecedora con tal mala suerte que cayeron estrepitosamente las dos al suelo, la mecedora y ella. Se incorporó, levantó la mecedora con cuidado por si sufriera algún daño.
En el envés del respaldo un desgarro hacía de las suyas, trató con apuro de nivelarlo con sus dedos. Cuanto más esmero ponía, la rotura más se agrandaba. Asomó entre las hilachas la punta de un sobre amarillo y adentro un papel arrugado que Eugenia tironeó hasta sacarlo del todo.
Con curiosidad leyó las primeras frases de un largo texto. Decía... ”Antonia querida, gracias por ser honesta conmigo. La escondida relación de Eugenia con ese hombre hace que yo desaparezca. No olvidaré esa traición. Gracias por tu franqueza, gracias por...”.
Claudia acompañó el paso lento de la tía Eugenia hasta su habitación.
Virgen aún, pasados los años la tía Eugenia deambula susurrando traición, traición.