domingo, 6 de diciembre de 2009


VIAJERO ROJO

Parva de papeles incólumes blancos a la espera en acomodo constante, alto de planillas para llenar sobre escritorios donde apenas cabían un cenicero rescatado entre trastos viejos y algún florerito de cerámica añorando la efigie de Desireé con agua traída del baño, poblaban las mesas de la oficina. Eran lápidas en hilera.


Dorys siempre llevaba una flor del jardín de la casa de Banfield. Que no era su casa, era la de él. Si por una noche no dormía allí, pasaba por la mañana a retirar el jazmín o la rosa de turno.
Dorys, chica moderna, vestía al estilo de secretaria del 40 con trajecitos habitualmente combinados con la blusa o la remera. En verano aún usaba trajecitos, de hilo o de seda.
Oscar le había regalado dejándola sorprendida, para sus perpetuas solapas, un broche, un corazón rojo de oro bordeado con chispitas de brillantes que de seguro había gastado por él unos buenos “rublos”. La alhaja cambiaba de solapa en tanto cambiara de traje. Él no era hombre de hacer regalos. Ella hacía honor a la fineza.
Las chicas y muchachos de la oficina le preguntaron en una ocasión por la repetición de su uso a lo que contestó que en su noviazgo con él era el único obsequio que recibiera. Estela quiso saber si era comprado o un recuerdo familiar de Oscar y Dardo le hizo el chiste malicioso de si heredaba de alguna antecesora.
Dorys en el momento al tema no le dio importancia pero una noche cenando en lo de Oscar le contó los comentarios que suscitaban su regalo.
Él no dio trascendencia al valor, consideró que era una alhaja común, la había visto en una joyería, le gustó y pensó en un regalo como adelanto del casamiento.


El broche rojo iba y venía a la oficina, de visita a la casa de la tía Eulalia, de los abuelos, de compras, de toda ocasión. Lució también en el conjunto blanco para la cena de fin de año. Viajaba con ella. El broche iba en colectivo, subte, ómnibus, tren, taxis, en todo lo que trasladara, por ende en el coche de Oscar y el de su padre. Era más viajado que avión de línea. Formaba parte del cuerpo de Dorys. Dorys sin el corazón rojo con chispitas de brillantes no era Dorys.

Ese verano en la playa se lo puso en el sombrero de paja italiana que tan bien le sentaba y en las fotos que llevó a la oficina se veía espléndido.
Retomó la oficina luego del veraneo y ¡Oh!, no llevaba el prendedor en su solapa.
La picuda de Estela fue la primera en darse cuenta. Primero fijó la vista en la susodicha solapa, luego clavó los ojos en los de Dorys y así en un ping pong estuvo varios segundos, pero no preguntó, con su mirada de águila en acecho estaba todo dicho. En cambio, Dardo, punzante a su estilo tiró – nena ¿el corazón se te voló de la solapa? Ella, distante, contestó que lo había olvidado. Es la primera vez que me pasa, dijo y se sentó ante los expedientes que dormían el sueño de los justos.
Por la tarde el jefe presentó a una joven con su discurso solemne de las ocasiones importantes (para él). – les presento a la señorita Mónica Benítez Larroca. Viene a asesorarnos por los últimos problemas que hemos tenido en la contabilidad. Es la contadora de mi amigo Dardo Portillo que con su gentileza nos la ha prestado. La sonrisa estúpida dibujada en su cara acaparaba la escena ridículamente. Agregó, rebuscado, les recomiendo que atiendan sus indicaciones.
La bella Mónica Benítez Larroca vestida de amarillo furioso tenía en la solapa de su traje un hermoso corazón rojo con chispitas de brillantes.
Es probable que el viajero corazón no detuviera su camino.

1 comentario:

  1. ¡Que buen cuento Sonia, me encanto!, el remate final en especial.
    Nada es para siempre.
    besos
    María Rosa

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