lunes, 19 de octubre de 2009

UN SÁBADO A LAS 12


Juan y su ternura de siempre dormían bien profundo en la habitación que quería ser de momentos un taller de plástica y se había convertido en depósito de cajas, ropas, cuadros y pinceles.
Todo por la construcción del nuevo departamento de arriba.
Atendió el timbre por la ventanita y el muchacho sabatino que medía el estado del gas la saludó con la simpatía acostumbrada. Eran las 12. Hacía frío. Tomá las llaves. Ya salgo.
El medidor del gas estaba en el garage con el de la luz. Casa antigua. Medidores adentro.
Salió. Él, agachado le apuntó con la linterna y su sonrisa. ¿Tiene algo encendido? Hay pérdida. ¿Vio la cuadrilla? Es en la manzana.
Sí, la estufa. ¿Paso como el sábado pasado?
Entraron juntos. Detrás uno flaco, el inspector, y otro con un aparatito tipo celular antiguo. Déle esto a mi compañero, si no, no va a medir nada.
Nene ¿era el de siempre, no? Tu compañero te manda

La mano en la espalda del compañero, un tranquila ya está ¿eh?... Supo que estaba jugada.
Ni una mirada, tampoco un ademán violento, menos un arma. Sólo, cantá la plata. ¿Dónde tenés la plata?
Un baldazo de parafina le cubrió el cuerpo y recordó la promesa hecha el sábado anterior. Que viniera a cambiar el medidor ¿? el martes, que tendría “platita”. Tendría 300 pesos y les daría una propina.
Cantá la plata. Plata no tengo. Estiró las dos manos. Tomá las alianzas. Ahí se fueron las alianzas de 49 años y el anillito de los nietos.
Eran tres. Tres hombres y seis manos ligeras. Revolvían cajones, dedos de pianista, las ropas del placard amontonadas sobre la cama con los bolsillos dados vuelta, los zapatos por el suelo.
Delicadeza, firmeza, seriedad. Cantá la plata.
Apareció Juan, ojitos y mejillas coloradas y el miedo que se le caía de la cara.
Mirá, estoy enferma, dijo, tengo que tomar una pastilla. Tomala. No tengo agua y le mostró el vaso vacío. Te traigo. Y trajo un vaso con agua del baño. ¡Mucha enfermedad y fumás!
Del cajoncito de la mesa de luz que abrió para sacar la pastilla, un viejo atado de Ritz, con cuatro puchos, recuerdos de él, bromazepán y clonazepán para un ejército, asomaban bailoteando en la bocaza de una ballena de Puerto Madryn. Ésos son de mi esposo que murió. Bueno, callate que me ponés nervioso. Cantá la plata. Es una entregada. Muchacho, plata no hay. El que entregó, fue al cuete.
Los 200 pesos sobre la mesita de luz, de los que pensaba sacar para la futura propina desaparecieron sin que se diera cuenta.
Ahí abajo, en esa bolsa de papel colorado están las alhajas de mi hija de los quince. Dame la bolsa de oro. No es una bolsa de oro, son las cosas de mi hija. Hablás demasiado. Él puso la bolsa de papel rojo sobre la cama, ella volcó todo. Los dedos mágicos se encargaron.
Una corbata acarició sus tobillos y un pañuelo las muñecas. Se fueron los rápido y con orden. Con las alhajas, un gamulán y la guitarra comprada a Grela. ¿Te llevás la guitarra? Sí. Ah, y los 2.000 que ella ignoraba tenía su hija en un bolso. Eso no nombró el portador del bolso y del aparatito para medir el gas.
El flaco del vaso de agua, volteó la cabeza…otra vez no le abras la puerta a nadie….
Se quedaron abrazados. Juan con los ojos llenos de lágrimas y el corazón que le salía del pecho y ella, ella, como si no hubiera pasado nada.

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